Cuerpo y alma… Interpelaciones.
Desde que inició mi viaje a Colombia presentí, intuí, supe, que no sería un viaje más, que pasarían cosas. Me dejé llevar, me solté a la experiencia, dejando que todo pase sin forzar nada, sin condicionarla. Cada cara y cada voz nuevas, eran una puerta que se abría a una realidad desconocida, donde el relator le daba forma, la describía, la definía, le ponía límites… los propios, los subjetivos, los que deseaba y los que podía. Yo los aceptaba, no dudaba de ellos, creía. Pero, a la vez pensaba en esa nueva realidad críticamente y la confrontaba con la mía. Las pensaba y las comparaba, las contrastaba como perfiles y siluetas blancos y negros superpuestos.
Y así, apareció una palabra que se instaló como la reina de los pensamientos. Desde ella salían y salen todas las cadenas de ideas. Quedó fija como un lente de color que, hasta ahora lo tiñe todo. La señora se llama “Visibilidad”, no tiene apellido porque ya su nombre lo dice todo. Su poder es inmenso. Y desde que tomó el poder central, nada se escapa de su luz, de su análisis, de su mirada.
Esta señora puso en el escenario cada historia narrada, cada testimonio dicho, cada fotografía mostrada… cada niño, cada mujer, cada hombre, cada bandera, cada escena de guerra, cada mirada de auxilio, cada mano tendida, cada ayuda brindada… A las acciones se sumaban los conceptos, las teorías, las citas, los pensamientos, las palabras… se visualizaban, se veían, se entendían, se comprendían con la mirada y la mente, se aprendían y aprehendían.
Entonces, las historias de niños a quienes se les robaron la inocencia y la infancia, eran visibles y se hacían presentes. Decían, hablaban y verbalizaban la existencia. Cada historia exigía encontrar la respuesta a la pregunta: ¿dónde estaban los adultos responsables? ¿por qué no actuaron los que podían evitar la situación? ¿por qué actuaron los que sí pudieron, sin que nadie se los impidiera? El tiempo había pasado, las consecuencias ya estaban ahí, los efectos eran y son inevitables. Pero cuánto mayor hubiera sido ese inmenso daño, si hoy las víctimas no tuvieran voz, si fueran invisibles, si la sociedad y el ambiente no les dieran “visibilidad”. La voz de cada joven víctima hacía visible a ese niño, le daba vida nuevamente. La mujer y la madre que soy, fue y es interpelada por esta visibilidad que no se calla.
Las violencias políticas, los derechos humanos vulnerados, las historias de injusticias casi eternas, que se hacían visibles también interpelan a la ciudadana que soy y también a la que fui. Interrogaba a mi ser en la dimensión existencial más alta y más comprometida, en todos sus roles sociales y profesionales. Lo que fui, lo que hice, lo que soy y lo que hago, como persona y como profesional recibe estas cuestiones que me enfrentan con el compromiso fundamental: con la verdad, con la bondad, con la humanidad. Cada gota de tinta volcada al mar, lo hace distinto… ¿de qué color es mi mar? ¿cambió de color? ¿cuántas gotas de color le coloqué? ¿cuántas veces miré los goteros ajenos vacíos y no usé el mío? Me interpelaban, me interpelan…
Esa casa, tan simple, tan extraña para mí, tan nueva para entrar y transitar… esa casa a la que entré sin conocer, sin saber… inerme, inexperta, sin preparar ni intuir nada, se mostró sin pudor, con miradas inquisitivas, pero me dejó pasar, se abrió. Cuando, días después, observé las imágenes como todo el mundo, casi en directo, del homicidio de una periodista, esta casa se presentó nuevamente en mí: caprichos de la memoria emocional. Era una casa, era una mujer, era una calle colombiana… La casa de la mujer, como recuerdo que la llamaban, me llevó a un escenario que nunca había pisado, me puso en una obra de teatro con un rol que nunca jugué. No tenía libreto ni me importaba, sólo dejaba que sucediera esa película, que no se proyectaba en un telón: la puesta en escena estaba alrededor mío y yo era parte de ella. Los personajes, las actrices, estaban allí. Sólo recuerdo un solo hombre, el personal de seguridad que estaba en el umbral.
Así las caras, los ojos, las almas empezaron a atravesarme, a narrarme historias, a mostrar sentimientos, emociones. Fuerza, atrevimiento, alegría, tristeza, silencio, voces, entusiasmo, decaimiento, locura, razón, esperanza, agotamiento, hambre, palabras encorsetadas, palabras sueltas, palabras dichas… todos en una danza colectiva bailaban a mi alrededor. El taller, las dinámicas grupales, las actividades, los diálogos con sus preguntas y respuestas me pusieron en el centro. Y una de ellas, la de la sonrisa amplia y abierta, comenzó a interrogarme, sin tapujos, sin temores, sin prejuicios… y los míos, los tapujos, los temores y los prejuicios no estaban tampoco. Cada cuestionamiento comenzó a quitarme capas, como las de una cebolla: de lo más exterior hasta lo más íntimo… Así hasta llegar a interpelar a mi cuerpo que debía hablar desde mi alma.
Cada dolor, cada intervención, cada cruenta operación, cada remedio, cada terapia, reaparecía en un dolor que ya no era corporal, el alma contaba, narraba ese dolor que al decirlo en ese escenario y con esas compañeras de ese teatro de la vida, iba tomando otra dimensión, con otras formas de medirlo, cambiaba de densidad, de composición, de estructura. Ese, mi cuerpo anterior al que le dolió mucho, era otro: se desnudaba con cada duda, se mostraba ante cada pregunta, exponía cicatrices que ya tenían otro significado. El espejo que tenía delante, esos otros cuerpos que cargaban horas vividas, historias largas, contactos obligados, deseos escondidos, sufrimientos mudos que se escondían en ojos secos, que a veces ni llorar podían… ese espejo me devolvía otra imagen corporal. Los deseos, los sueños, las ansias de esas mujeres dejaban de interpelarme, ya me habían escuchado, ahora querían hablar, decir desde su visibilidad, desde la garantía de respeto y honestidad que en un acuerdo tácito habíamos firmado, desde su interior pleno de gritos y de voces retenidos… era la hora de escuchar, de oir no sólo con los oídos, sino también con el alma. Ella debía abrirse, mirar, contener, observar, respetar, registrar, fotografiar, documentar. Para que después pueda narrar, contar, representar, recrear, demostrar, exportar a otros, ajenos que no habían sido parte, que ignoraban, que eran ciegos que seguían en una ceguera oscura... a otros que gracias a la reina Visibilidad podían redescubrir tal como yo lo hice.
La consigna entonces fue y es hablar, decir, escribir, transmitir, vociferar, expresar las voces que estaban presas y que explotaron en ese diálogo tan extremo y tan humano que nos permitió vernos, escucharnos, palparnos, olernos, gustarnos, sabernos. Los cuerpos dijeron, contaron, hablaron de sus historias, de sus marcas, de sus usos y abusos, de los sueños y aspiraciones para encontrar otros recursos de vida, otras formas de vivir más dignas, nuevas maneras de construir y construirse.
Así, al salir de la casa, el cuerpo flotaba, volaba por calles desconocidas, que permitían caminarlas sin pedir permiso. La Memoria apareció frente a los ojos y frente a la vida: una mole de cemento que escondía secretos de antiguos pueblos y guardaba tierra de otras partes, un espacio que se abría a la expresión, a los oídos, para que las bocas mudas puedan hablar, para que los cuerpos invisibles aparezcan, para que los ojos vacíos se colmen con sus almas… para que los unos y los otros, constituyan un “nosotros”. Allí, estaban ellos… los hombres, lo masculino, la fortaleza, el poder…
El espacio que ellos, tanto hombres y mujeres, abrieron para la expresión, para dar lugar a las voces, a los escritos, a los textos, a las palabras… para que se puedan ver, oír, leer, escuchar y mirar a las víctimas de la violencia, del oprobio de la guerra, de la indignidad: a las mujeres, a los chicos, a los hombres. En ese espacio de la memoria existen quienes editan y reeditan sus historias, reciclando materiales que recogen de las calles, recreando la basura, convirtiéndola en obras de arte, en obras literarias. La creatividad en su máximo exponente: crear belleza, orden y utilidad de lo feo y lo inútil. La resiliencia sociocultural como proceso natural, tan humano como esa adversidad: violencia, guerra, drogas, armas, que los llevó a ese lugar, que los amontonó en la ciudad, ocultándolos en los márgenes, invisibilizándolos hasta sentirse desaparecidos.
Colombia habla, Colombia piensa, Colombia hace, Colombia “resilia”… Colombia interpela al cuerpo y al alma, pide respuesta y compromiso. El desafío es reestructurarse, resignificar la historia, personal y general, reubicando cada cosa en un lugar nuevo… en definitiva aprender.
María Gabriela Simpson
22 de septiembre del 2015