... Por eso no dan más, se sienten agobiados y agotados. Pero en un rapto de lucidez la señora R siente que esta nueva señal de alarma puede ser la última, así que le pide a una amiga su departamento en una playa. Es pleno invierno por eso está desocupado. Prácticamente, sube a su marido como parte del mínimo equipaje al autito que con achaques la lleva y la trae de la escuela, y es el único vehículo que les quedó. Mientras viajaban en silencio pensaba en sí misma: se preguntó: ¿quién soy? Se respondió “Yo soy…”, comparó la respuesta con el pasado, pero no para quejarse ni lamentarse, sino para encontrar esa característica propia de la cual siempre se sintió orgullosa. También pensó en qué tenía, qué podía y cómo estaba. Quería definirse hoy pero también teniendo en cuenta lo que era antes y lo que deseaba ser.
Después de ese silencioso paréntesis, intentó crear un clima de diálogo afectuoso con su esposo. Le pidió a él que respondiera esas preguntas sobre ella y después sobre él. Hacía mucho que no se daban un tiempo para hablar así de esas cosas, hacía tiempo que no “filosofaban” como cuando eran más jóvenes. Se dijeron cómo se veían y sentían a sí mismos y al otro. Se reconocieron.
El señor R reconoció el error de ensimismarse, pero, hoy sin trabajo y sintiendo que no pertenece a nada, siente que nada puede hacer. No encuentra sentido ni siquiera a la experiencia de ser desocupado, no cree en ninguna solución, ni en la ayuda de nadie. Su esposa, en vano intentó durante los tres días que pasaron solos el convencerlo de que alguna salida existiría, si él creyera en ella. Le propuso acudir a un psicólogo, a un brujo, a una “ong” que trabaje en el tema, hasta buscar en Internet, grupos de autoayuda. Nada parecía sacarlo de su necedad, tal como la señora R definió a su posición. Ya en el colmo de su delirio por buscarle alternativas atractivas para que lleve a cabo, le habló del cuadro del tío P. El hermano de su padre fue durante su infancia un referente y una efectiva figura paterna reemplazante. Era un ingeniero soltero, apasionado por su trabajo pero también por la pintura. Todos los domingos lo llevaba a conocer distintos museos y le hablaba de las obras y de los pintores. Era pleno no solamente pintando sino admirando el arte y lo más importante era que tenía el poder de contagiarlo, como lo tiene toda persona apasionada en lo que haga. Era muy parecido a su hijo S. En la casa materna había quedado el último cuadro que pintó, ya anciano estaba empecinado en pintar el mar. Sostenía que era el tema más difícil de plasmar en una tela sin hacer el ridículo. Cuando terminó el cuarto cuadro de la tercera serie, después de años de haber tolerado los dolores de la artritis, dejó de vivir, mirando hacia ese mar infinito. El señor R amaba a su tío y a ese cuadro, pero nunca los había pensado como una salida a su crisis. Pensó sólo cinco minutos en la idea de la señora R de llevárselo a casa. Al cabo de ese tiempo la desdeñó, tendrían que pasar unos cuantos meses más para poder llevarla a cabo.
También hablaron de sus hijos, de cómo se comunicaban con ellos, los tiempos que les dedicaban, lo que les daban. Se dieron cuenta que S, a pesar de que era el que más problemas debía enfrentar era al que más estimulaban, apoyaban y escuchaban. Reconocieron que A era brillante y por eso lo habían sobrestimado y dejado de atender. Decidieron cambiarlo de escuela: a alguna que fuera aunque sea por referencias un poco mejor que la suya, más pequeña para que por lo menos pudieran reconocerlo; buscarle un club cercano para que haga algún deporte o alguna entidad municipal que en forma gratuita les ofreciera alguna actividad. A S, sólo debían observarlo y ver cómo iba creciendo, con menos preocupación, para no ahogarlo...
(Seguirá el viernes próximo.)